jueves, 10 de diciembre de 2020

Los autógrafos perdidos

Casi nadie contaba con ella para ser protagonista en el torneo.

De hecho, las apuestas la situaban en séptima posición a la hora de pronosticar quien sería la selección vencedora del Mundial de España 82.

Esa lista la encabezaba Brasil con Tele Santana en el banquillo y los Zico, Sócrates, Falcao o Toninho Cerezo sobre el césped. Tras los “verdeamarelos” aparecían los alemanes como segunda alternativa y (pásmense) el equipo español como tercer favorito a priori.

La campeona del mundo anterior, Argentina (con Maradona a la cabeza), la URSS e Inglaterra también figuraban con más opciones de brillar en el campeonato según la opinión de los apostantes.

Y con la misma discreción con la que aparecía en dicha lista, la “azzurra” apareció en Pontevedra para establecer en el Parador su cuartel general de cara a la disputa de la primera fase de la competición.     

El sorteo había querido que los italianos quedasen encuadrados en el grupo A junto a Polonia, Perú y Camerún y que sus tres primeros encuentros se jugaran en la ciudad de Vigo.

Supongo que para buscar la mayor tranquilidad posible en su concentración, Italia decidió que sería Pontevedra el lugar en el que velarían armas durante toda la primera ronda del campeonato.

Lo cierto es que las semanas previas al Mundial no fueron precisamente una balsa de aceite para la selección dirigida por Enzo Bearzot entre otras cosas por la decisión del entrenador trasalpino de convocar a Paolo Rossi para jugar el torneo poco tiempo después de que el delantero italiano se viera envuelto en un turbio asunto de apuestas deportivas que incluían posibles amaños de resultados de partidos tanto de Serie A como de otras categorías de menor rango.

Si eran muy pocos los que pensaban que Italia pudiera tener un papel relevante en nuestro Mundial todavía eran menos los que imaginaban las actuaciones decisivas que el flaco atacante toscano iba a tener la oportunidad de protagonizar en el transcurso del campeonato.

Con la osadía de un renacuajo de nueve años y acompañado de una no menos valiente prima de la misma edad, nos plantamos en los alrededores del Parador provistos de una pequeña libreta de hojas cuadriculadas con el claro objetivo de reunir los autógrafos de aquellos maravillosos jugadores que no podían haber elegido mejor su primer lugar de descanso en el Mundial de España.

Claro que ese arrojo exuberante que exhibía al salir de mi casa iba disminuyendo poco a poco a medida que la distancia entre aquella y la sede de la concentración “azurra” iba disminuyendo.

Tanto menguó esa determinación que en el momento en que mi prima y yo nos acomodamos tras una barandilla en los aledaños del Parador a la espera de la llegada del bus que devolviera a los jugadores tras el entrenamiento no me sentía capaz de decir una palabra.

Pero el caso es que el dichoso autobús hizo su aparición y poco a poco los componentes del equipo iban bajando en dirección a sus habitaciones.

No me pregunten cómo pero ya por aquella época me conocía el nombre y las caras de la mayoría de los jugadores italianos y mis ojos se abrían como platos cada vez que reconocía a alguno tan cerca de donde estaba que casi podía tocarlos de alargar un brazo.

Por su parte mi prima no tenía ni “pajolera” idea de quién era quién y recuerdo como en un momento dado me miró queriéndome decir que era el momento. Que dejara de poner esa cara de papanatas integral y llamase a alguno de los futbolistas para que pusiera su firma en el papelito. Tan agobiado debió verme que al oído me preguntó el nombre del jugador que en ese momento bajaba las escalerillas y yo casi en un susurro acerté a decirte: “Collovati, ese es Collovati”. Ni corta ni perezosa Raquel (mi querida prima Raquel) rompía el silencio que en ese momento existía entre los aficionados que allí nos encontrábamos para con un macarrónico acento italiano exclamar: “Collovaatii aquí”. Cuando el aguerrido central miró hacia nosotros por un momento creí que nos mandaría a “paseini” sin contemplaciones pero lejos de hacer eso se acercó, cogió la libreta y estampó su autógrafo con una sonrisa en sus labios.

Como un resorte ambos le dijimos “grazie” o algo parecido y perdido el miedo casi de repente yo mismo me dediqué a llamar a voz en grito al resto de jugadores que todavía quedaban por abandonar el autobús. Recuerdo recibir la firma de un jovencísimo Baresi y también de Bergomi, de Antognoni del malogrado Scirea, Conti e incluso del mismísimo Paolo Rossi que fue de los últimos en acceder al hotel.

Con apenas nueve años no supe apreciar cómo se merecía el valor histórico de aquellas hojas pobladas de las firmas de los que en pocas semanas se convertirían en campeones del mundo.

Seguí con interés el desempeño del equipo italiano en el torneo animado por el hecho de que se hubieran instalado aquí para preparar su debut.

Su decepcionante primera fase en la que cosecharon tres empates (incluido el sorprendente 1-1 frente a la por aquel entonces exótica Camerún). Su exuberante segunda ronda con ese inolvidable partido frente a Brasil a la que eliminaron aquel día venciendo por 3-2 con un hat trick de Paolo Rossi. Su cómoda victoria ante Polonia en semifinales …

Y por último esa final en la que se impusieron por 3-1 a una Alemania quizá algo cansada tras la extenuante semifinal que disputaron frente a Francia. En esa final Rossi abrió el marcador y se coronó como máximo goleador del mundial con seis goles.

Tras ganar el torneo y alzar el capitán Dino Zoff la Copa dorada, fui a mi habitación a recoger la libreta con las firmas y repasar cuantas eran las que tenía de los veintidós jugadores que habían conseguido la gloria.

Ya no recuerdo cuantos autógrafos había recogido y cuantos se me habían “escapado” pero sí soy consciente de que aquella pequeña libreta estuvo en una estantería de mi habitación durante mucho tiempo en un lugar privilegiado entre mis álbumes de cromos, tebeos de diferente índole y demás entretenimientos.

Hasta que un día no sabría decir cuánto tiempo después, posiblemente una tarde al volver del colegio o una noche antes de dormir busqué la libreta y no pude encontrarla.

Revolví la habitación hasta ponerla patas arriba pero no hallé ni rastro de aquellas firmas que tanta ilusión me había hecho reunir en esos papeles cuadriculados.

Me enfadé conmigo mismo y renegué de mi desorden y de mi falta de atención para con esas firmas tan importantes pero lo cierto es que nunca volví a encontrar la libreta ni el precioso contenido que guardaba en su interior.

Una vez consciente del imperdonable extravío, me acordaba de la libreta cada vez que veía a Baresi ya maduro y consagrado liderar el Milán de Sacchi. También la recordaba cuando la televisión me enseñaba al fino Antognoni dirigir el mediocampo de la Fiorentina o cuando Cabrini subía la banda del estadio de la Juventus.

Ahora, casi treinta y cinco años después de aquel Mundial disputado en España, todavía hay ocasiones en las que me recrimino no haber sido mucho más cuidadoso con aquellas firmas de unos futbolistas que solo unas semanas más tarde iban a ver cumplido su sueño de convertirse en vencedores de la competición más importante a nivel de selecciones.

Incluso hay veces que tras una comida familiar o cualquier otra celebración festiva me dejo caer por mi antigua habitación de la infancia para contemplar los libros de Asterix, Mortadelo o El Corsario de Hierro que todavía permanecen en sus sitios de siempre esperando mis furtivas visitas.

No puedo evitar coger algunos tomos al azar y hojearlos durante unos minutos para luego volcarlos y confirmar que no hay nada escondido entre sus páginas.

No, la delgada libretita nunca cae al suelo cada vez que vuelvo a examinar ingenuamente mis antiguos cuentos que solo dejan al abrirse algunas motas de polvo y grandes retazos de melancolía.

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