Corrían los últimos
días del mes de Agosto de 1981. Yo tenía apenas ocho años y como quiera que el
colegio todavía no había empezado me encontraba junto a mi familia en una finca
que mi abuelo tenía en El Marco que por aquel entonces parecía encontrarse muy
lejos del centro aunque ahora debido al crecimiento de la ciudad parezca mucho
más cercano.
Aquel verano que
agonizaba había sido especial. No recuerdo si por iniciativa puramente propia o
por insistencia del pesado de su hijo mayor que ahora escribe estas líneas, mi
padre tomó la decisión de hacernos socios del Pontevedra CF. Él nació en Bilbao
y aunque se marchó de muy niño a Madrid donde pasó toda su infancia,
adolescencia y primera juventud se trasladó a Pontevedra tras conseguir una
plaza de funcionario antes de cumplir los treinta. Mi madre siempre nos ha
contado a mis hermanos y a mí que una vez aprobados los exámenes cogió un mapa
de España y decidió instalarse en el punto más lejano de la capital al que
pudiera llegar. Cierta o no esta anécdota (mi padre muy futbolero desde siempre
no lo admite y precisamente dice que escogió esta ciudad por su equipo de fútbol)
lo que sí se corresponde con la realidad es que a finales de los sesenta se
hizo socio del Pontevedra y vivió algunos de esos maravillosos años del hai que
roelo y la primera división. Luego lo dejó (no sé muy bien por qué, la verdad)
pero el caso es que aquel agosto del 81 apareció un día por casa con tres carnés
para la temporada 81/82. Eran carnés como los de antes. De cartón y con su espacio
habilitado para la “grapadora” del portero de la grada y uno era de adulto
(para él) y otros dos infantiles (para mi hermano pequeño y para mi).
Recuerdo todavía la
ilusión que me hizo coger ese simple trozo de papel cartón entre mis manos pero
lo que no sabía entonces era la relación tan intensa que a lo largo de los años
se iba a trenzar entre el Pontevedra CF y yo.
Aquel día, casi a punto
de entrar en Septiembre, mi padre no estaba de humor y no parecía muy receptivo
a la hora de coger a sus vástagos y el coche para acudir al primer partido en
casa de la temporada. Yo siempre fui muy tímido y bastante testarudo (porque no
reconocerlo) y me limitaba a acudir a la sala en la que se encontraba de cuando
en cuando para preguntarle que hora era y mirarle con cara de circunstancias.
Debí adquirir un grado de pesadez ciertamente insoportable pues en un momento
determinado mi padre se levantó del sillón de no muy buenas maneras, dejó su
periódico y con cara de malas pulgas me dijo sin ambages “coge la chaqueta que
nos vamos”. Se me aceleró el corazón de manera inmediata (puedo asegurar que
todavía lo recuerdo) y “volé” en pos de la dichosa prenda de ropa hasta
colocarme delante de la puerta para coger rumbo al estadio.
Así empezó todo. Yo ya
había asistido al campo alguna vez pero para corretear entre la última fila baja
de tribuna y un pequeño murito que separaba la grada de un trozo de hierba que
desembocaba en las vallas del terreno de juego y poner de los nervios a mis
padres y abuelos (y supongo que a más aficionados por allí ubicados) ante un
posible accidente.
Pero esto era
diferente. El fútbol ya me había atrapado hacía poco y ese día iba a ver el
partido y por supuesto a comprobar cómo lo ganaba mi equipo.
Era el Pontevedra 81/82
un equipo que volvía a la tercera división desde la 2ºB con el Doctor Domínguez
hijo estrenando Presidencia. Un Pontevedra que había vuelto a recuperar la
ilusión de muchos aficionados desencantados y que miraba con esperanza el
futuro. El Pontevedra de Paco en la portería; Tapia mandando atrás; José Emilio
derrochando clase o Soneira marcando goles. Y era el Pontevedra entrenado por
Delfín Álvarez.
Su muerte acontecida
estos días ha vuelto a traerme con fuerza estos recuerdos a la mente.El era el entrenador de mi primera temporada
como socio del club y siempre asocié su figura con ese hecho, baladí para todo
el mundo, salvo para los que esa temporada nos hicimos socios y hemos seguido
hasta ahora acudiendo al otrora viejo Estadio de Pasarón.
Eran Domingos de
transistores, de olor a puro y coñac y de constantes miradas al rudimentario
marcador simultáneo de fondo norte situado justo debajo de los altavoces del
campo y que provocaban la cara de mala uva de mi padre cada vez que su Athletic
no sacaba adelante sus encuentros. Eran Domingos en los que las gradas
volvieron a coger color y la peña Petapouco animaba sin descanso desde una
esquina de Preferencia que rugía como nunca ante los ataques de los granates o
las meteduras de pata de los colegiados. Eran Domingos de emoción, de
incertidumbre y de ilusión en los que parecía que el Lunes no llegaría nunca.
Esa misma temporada
pude vibrar con una liga regular impresionante y derramar mis primeras lágrimas
tras el fatídico partido con el Hospitalet. Ese balón escurridizo y traidor que
se le escapa a Marsillas, esas ocasiones tremendas falladas, ese penalti de
Sasiaín marrado, los dos goles que nos acercaban, la ocasión postrera de Paredes
que podría habernos concedido la prórroga…
Más adelante vendría el
ascenso en Eibar con Santos (el gran “Nécora”) al mando, la ilusión de esos
primeros años en 2ªB buscando el ascenso a segunda con más corazón que cabeza
bajo la presidencia de Batallán, el declive de finales de los ochenta y
principios de los noventa con incluso un grupo de jugadores al mando de la nave
en forma de Gestora, un pequeño oasis a mitad de los noventa, de nuevo los
grandes problemas económicos y con gritos precisamente en contra de Delfín Álvarez
que había vuelto a tomar el banquillo granate en una temporada, el conejo de la
chistera de Gerardo Lorenzo recurriendo a un procedimiento de quita y espera cuando
en absoluto era habitual todavía en el mundo del fútbol, la llegada a la
Presidencia de Nino con esa gran alegría en forma de ascenso pero todas esas
enormes tristezas tanto deportivas como sobre todo económicas que desembocaron
en el descenso a Tercera, los cuatro años infames en esa categoría y ahora el
retorno a la 2ºB que tan torcido ha comenzado…
No conocí a este
miembro de la plantilla del Pontevedra en sus mejores años y luego dos veces
entrenador del club. No he hablado nunca con él y creo que ni siquiera he
debido cruzármelo fuera del recinto deportivo de Pasarón pero la noticia de su
desaparición me ha entristecido. No sólo por haber formado parte importante del
Pontevedra como tantos otros que ya no están desafortunadamente entre nosotros
sino porque para mí empezó todo esa temporada. Y esa temporada ahí estaba el,
puro en ristre, dirigiendo los designios del Pontevedra CF.
Descanse en paz.
Felicidades por este nuevo comentario que denota una memoria increíble para nombres, situaciones, sensaciones, pero sobre todo, revela un gran amor por un club y una ciudad que muchos compartimos y agradecemos volver, aunque sea con la imaginación, a un tiempo ni mejor ni peor pero si lleno de ilusión y esperanza por ese club y esa ciudad.
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